CON BRILLO EN LOS OJOS Y BARRO EN LOS PIES

“El ayuno que yo quiero es éste: abrir las prisiones injustas,
hacer saltar los cerrojos de los cepos,
dejar libres a los oprimidos, romper todas las cadenas,
compartir tu pan con el hambriento,
hospedar a los pobres sin techo, vestir al que ves desnudo
y no dar la espalda a tu propio hermano.
Entonces brillará tu luz como la aurora…” (Is. 58, 6-8)

A los educadores de las obras sociales de la Provincia Mediterránea

El 27 de marzo de 2020, hace justo tres años, fuimos testigos de una imagen insólita que permanece aún en nuestra retina y forma ya parte de la historia reciente del Vaticano y del mundo. Era viernes de la cuarta semana de cuaresma. El Papa Francisco, solo, caminaba en una plaza desierta y empapada por la lluvia. Avanzaba sobre la escalinata de la basílica de San Pedro hasta llegar al atrio del templo. Desde allí impartió una bendición “urbi et orbi” extraordinaria para un mundo asediado por el coronavirus. “Con la tempestad – dijo -, se cayó el maquillaje de esos estereotipos con los que disfrazábamos nuestros egos siempre pretenciosos de querer aparentar; y dejó al descubierto, una vez más, esa pertenencia común de la que no podemos ni queremos evadirnos; esa pertenencia de hermanos”.

Me parece oportuno comenzar recordando ese momento y evocar la imagen potente, consoladora y profética de esa tarde lluviosa. Con voz firme y tierna a la vez, Francisco recordaba al mundo que “nadie se salva solo” y que “en esta barca estamos todos”. Inspirado por esta imagen, os escribo hoy en el formato de carta abierta. Como las anteriores, está dirigida a toda la provincia y en esta ocasión, especialmente, a los educadores y educadoras de nuestras obras sociales. Es para mí una oportunidad para expresar mi agradecimiento por vuestro trabajo y, sobre todo, por el testimonio de vuestras vidas.

La bomba de la pobreza

La pobreza tiene muchos rostros. Los podemos ver cerca de nosotros, en nuestros lugares de trabajo y en los barrios donde vivimos. También en países lejanos donde el discurrir cotidiano se convierte en un ejercicio de continua y penosa supervivencia. Son rostros de hombres, mujeres y niños castigados por el dolor, la marginación, la falta de servicios sanitarios, la malnutrición, la privación de libertad y dignidad, la migración forzosa, la falta de trabajo, etc. Son rostros concretos, seres humanos, personas que tienen nombre.

Ninguno de nosotros es ajeno a esta triste realidad. En nuestros colegios atendemos cada día a cientos de niños con carencias muy diversas que, en muchos casos, amenazan su crecimiento e hipotecan su futuro. En nuestras obras sociales nos esforzamos en ayudar a niños y jóvenes inmigrantes que sufren la soledad y el desarraigo, reforzamos con apoyo escolar a niños que provienen de entornos desprotegidos o con escasos recursos, y desarrollamos proyectos encaminados a la inserción laboral de jóvenes en situación de riesgo. Vosotros, queridos educadores, conocéis de primera mano todos estos dramas y dedicáis lo mejor de vosotros mismos a sanar heridas y desplegar sueños.

La “Carta desde Alepo, Nº42” describe la situación desesperada que vive la ciudad y habla de “la bomba de la pobreza”, que es peor que la guerra. Es una bomba real que, bajo distintas formas y expresiones, amenaza la vida de seres humanos en todo el mundo. Nosotros, seguidores de Jesús, nos sentimos llamados a desactivarla. Desde nuestra fe en un Dios hecho pobre y siempre cercano a los excluidos, el compromiso con el desarrollo integral de los más abandonados no es opcional: forma parte de nuestra esencia, del corazón mismo de nuestro ser cristiano. Podríamos decir que nuestra misión, enraizada en la fe de la Iglesia, es desactivar la bomba de la pobreza y contribuir con nuestras vidas a la construcción de un mundo más humano.

Un colchón para Berlier.

La solidaridad no es una moda de nuestro tiempo, ni puede convertirse en una exhibición de nuestras bondades. Es más bien una forma de vida que emana del evangelio y tambien de nuestros orígenes maristas. “La sensibilidad de Marcelino Champagnat ante las necesidades y el sufrimiento de los niños de su tiempo nos anima a responder a los desafíos emergentes a los que la humanidad se enfrenta hoy” (Const.59)

Quisiera compartir con vosotros dos historias de la vida de Marcelino Champagnat y los primeros hermanos. Me parecen significativas. La primera la cuentan tanto el hermano Jean Baptiste Furet como el hermano Avit, ambos cronistas de nuestros orígenes maristas.

Ocurrió en enero de 1825, pocos meses antes de que la comunidad de La Valla se trasladara al Hermitage. Marcelino estaba de viaje y, al volver, un hermano le cuenta el caso de un joven de Le Bechat gravemente enfermo que duerme sobre paja, casi desnudo y sin mantas, en pleno invierno. Al parecer sufre algún tipo de problema mental y no permite ni siquiera a su madre que se acerque a él, alegando que quiere envenenarlo. Era el joven Berlier.

El enfado de Marcelino es inmediato: ¿Cómo es posible que los hermanos hayan esperado a que él venga de viaje para actuar? Se pone en camino y va a casa de Berlier. Después de un primer encuentro intentando calmarle y consolarle, Marcelino llama al ecónomo y da la orden de llevarle un colchón, sábanas y mantas. Pero no había ningún colchón extra en la casa y, sin dudarlo, decide llevarle el suyo.

La historia continúa, pero me quedo ahí. ¿Cuántas veces nos perdemos en proyectos, programaciones y planes estratégicos y, finalmente, acabamos sin dar respuestas concretas a las necesidades de nuestro entorno? Nos puede a menudo lo políticamente correcto, lo programado y consensuado. Pero hay situaciones que no pueden esperar a un consenso. Creo que Champagnat se irritaría más de una vez con bastantes de nosotros por el mismo motivo que, aquel día de enero de 1825, lo hizo con los hermanos de la comunidad de La Valla.

Necesitamos priorizar el corazón. ¿Estamos preparados para ceder nuestro colchón cuando el otro lo necesita más que nosotros mismos?

Jean Baptiste Berne, el huérfano que encontró un padre

La segunda historia comienza con Jeanne Berne, una mujer joven y con problemas de salud que vivía en una situación de extrema pobreza. Siendo soltera, en 1811 nació su hijo Jean Baptiste Berne. Y aunque más adelante se casó, el hijo nunca fue reconocido y adoptó el apellido de la madre. Durante un período largo de tiempo Marcelino estuvo ayudándola económicamente y acompañándola espiritualmente. Le hacía llegar comida, ropa y leña. Pero el invierno de 1820 fue duro y Jeanne murió. Detrás dejaba a Jean Baptiste, con 9 años y un futuro incierto. Marcelino le aceptó inmediatamente en la escuela-albergue de los hermanos y ahí comenzó un sin fin de quebraderos de cabeza para la comunidad. Era un niño problemático, agresivo e incapaz de someterse a ninguna norma. Se escapaba con frecuencia. Los hermanos lo intentaron todo, pero fracasaron una y otra vez hasta el punto de pedir a Marcelino que lo expulsara. Y una y otra vez Marcelino pedía a los hermanos paciencia y un último esfuerzo.

Finalmente, algo sucedió en el corazón de ese niño. Poco a poco Jean Baptiste empezó a cambiar. Fue creciendo a todos los niveles, corrigiendo sus actitudes y moderando su carácter. Se sentía en casa. Tanto es así que pidió hacerse hermano. Fue aceptado en el noviciado y vistió el célebre hábito azul que aún hoy recordamos como algo característico de aquella época; de ahí viene, por ejemplo, el nombre de los “Maristas Azules” de Alepo.  Emitió los votos en 1828 y recibió el nombre de hermano Nilamon.

Esta es la historia de Jean Baptiste Berne, el huérfano que encontró un padre en la persona de Marcelino. Apenas dos años más tarde, en 1830, cayó enfermo y murió siendo un hermano marista feliz y ejemplar. Siempre me ha emocionado esta historia de fe inquebrantable en el ser humano. Visibiliza dos de los aspectos más genuinos de nuestros orígenes y de nuestra forma de definirnos como educadores: la pedagogía de la presencia y el trabajo incansable. Pero, sobre todo, nos habla de un educador con una sensibilidad extraordinaria que supo ver a un hermano en un niño huérfano e inadaptado.

Con brillo en los ojos y barro en los pies

Os cuento estas historias con un ojo puesto en nuestros orígenes y el otro en la realidad actual de cada una de nuestras obras sociales. A través de vuestro trabajo educativo continuamos escribiendo el relato de cientos de niños y jóvenes excluidos que, gracias a vuestra sensibilidad y compromiso, vuelven a mirar hacia el futuro con esperanza.

Me gustaría ser capaz de transmitiros un mensaje de ánimo y de apoyo. Sigamos proyectando nuestros mejores sueños a través de la Fundación Marcelino Champagnat, la Fondazione Siamo Mediterraneo, la ONGD Sed, cada una de nuestras obras educativas y cualquier otra plataforma que nos facilite el desarrollo de nuestra misión.

Una misión que nunca será completa si no vivimos en profundidad la espiritualidad de la que surge. En la Asamblea Provincial de 2015 acuñábamos una expresión que se convirtió en el titular de las conclusiones a las que llegamos: “Con brillo en los ojos y barro en los pies”. Hacíamos referencia a la espiritualidad que animaba a Marcelino en los comienzos de su misión en La Valla. El brillo de sus ojos era el reflejo de la pasión que sentía por el evangelio y el deseo de compartirlo. A la vez, lo imaginábamos con los pies en el barro, comprometido con los niños y jóvenes más necesitados. Dispuesto siempre a desactivar la bomba de la pobreza y de la soledad.

Años más tarde, concretamente el 7 de octubre de 2019, el Instituto publicaba el documento “DONDE TÚ VAYAS. Regla de Vida de los Hermanos Maristas”. Y en el número 81 usaba la misma expresión referida esta vez a María:

“Como María, camina con brillo en los ojos y barro en los pies. Ella te invita a ir a otras fronteras.”

Este es mi deseo, y también mi oración, al pensar hoy en cada uno de vosotros y vosotras. ¡Gracias!

H. Aureliano García Manzanal

En  Alicante, a  27 de marzo del 2023