Los oratorios de Giugliano y Scampia
desde Napoles SERGIO MASSIRONI
Una tierra que hay que liberar no sólo de la Camorra, sino de la resignación estructural que se ha producido en la gente, induciendo un sentimiento de rendición frente al mal en todas sus formas». Así habla Giusy Orlando de su mundo, en cuya periferia Secondigliano y Scampia son los nombres más conocidos. Subdirectora en la escuela de los Hermanos Maristas de Giuliano en Campania, es una señora que ha escogido de lado estar.
Su compromiso se entrelaza con el de muchos otros cristianos que, aunque con grandes dificultades, ofrecen a los jóvenes una educación integral, en la cual el Evangelio y la instrucción se proyectan en la vida, llegando a constituir un modo de ser: una revolución silenciosa.
«El Dios que hay que restituir a esta Nápoles, desilusionada y a menudo abandonada por las instituciones, no puede no tener el rostro de la justicia y de la esperanza. Un Dios que conoce y comprende los sufrimientos, escucha y baja a liberar. Evangelizar y formar las conciencias es todo uno, sobre todo en lugares donde el mal hace que todo esfuerzo parezca inútil, tratando de adormecer y de matar la responsabilidad». Por eso la escuela es el primer paso, pero para Giusy no basta: « Evangelizar es estar como la levadura dentro de la pasta, ser una cosa sola con las personas, jugando con todas nuestras facultades, no sólo las intelectuales».
Ciertamente la escuela educa a través de la cultura, mostrando su carácter vital: ofrece los instrumentos para comprender la realidad y para interactuar con ella; da las claves para comprender la propia humanidad y da las palabras para narrar la vida y para ponerse en comunicación con otros, pero la acción pastoral que nace en una escuela católica se convierte, en el instituto mismo y luego en el territorio, en una marcha extra para todo cambio positivo.
Lo saben bien Gianluca Mauriello y Rosa Ciccarelli, marido y mujer, abogados los dos, que han escogido dedicar todas sus energías justamente a la pastoral juvenil, convirtiéndose en los responsables, en Giuliano, de una realidad muy viva, frecuentada por centenares de chicos incluso en un contexto de frontera. «Nos dirigimos a todos los jóvenes con los que entramos en contacto, siguiendo la intuición de nuestro fundador Marcelino Champagnat. Intentamos llevarlos a vivir una experiencia cristiana, a través de ejercicios de solidaridad, de convivencia, de discernimiento, de celebración».
Hacen falta grupos, pero sobre todo hacen falta educadores, adultos que hayan asumido seriamente el evangelio como forma de vida. Gianluca los describe como personas sencillas, normales, y sin embargo sabe que en el contexto social y cultural en el que trabajan, “pueden parecer locos por dedicar su tiempo personal y sus energías a las misión”. De este modo, en un mundo fragmentado, incluso el mismo matrimonio se puede poner en liza como testimonio, como sacramento en sentido fuerte.
«Rosa y yo hemos decidido y pedido poder compartir nuestra vida con la comunidad religiosa de los Hermanos Maristas, con los que hemos crecido desde niños. Ha sido casi un paso natural, que ahora nos llena, añade vida a la vida. De aquí ha nacido una comunidad “mixta”, con cinco religiosos y dos esposos: una nueva manera de responder, cada uno con su originalidad, a cuanto hemos recibido en el bautismo». Así una historia de amor se ha puesto totalmente al servicio del Evangelio.
Entre los consagrados de Giuliano, el H. Stefano Divina es el más conocido y buscado por los niños y los adolescentes. Tiene treinta y siete años y vive aquí desde hace cuatro, tras haber pasado otros tantos en España. Ingeniero de Milán, crecido en los años en que el cardenal Carlo María Martini educaba a miles de jóvenes en la Lectio Divina, se dice “enamorado del Evangelio”, subrayando que “el amor lleva a hacer locuras a veces en lugares impensados”. La gran apuesta de Stefano se ha jugado en las relaciones con los religiosos de otras comunidades presentes en el hinterland napolitano, por ejemplo con la Hermana Edoarda y con el Hermano Enrico, bien insertados en Scampia.
Con ellos nació la idea de realizar campamentos de voluntariado con jóvenes provenientes de toda Italia, construyendo primero y luego animando el “Jardín de mil colores”, ludoteca de un barrio simbólico, puesta en el límite extremo donde los monumentos de la degradación terminan y comienzan los barrios de chabolas de los gitanos rumanos. “Sencillo como una receta de cocina: tomas a un grupo de animadores que no sean novatos, quizás de algún oratorio del norte, pones a cincuenta chicos de Velle, de Puffi o de otros edificios célebres de Scampia, añades quince niños de los campamentos gitanos. Un mix explosivo, salvo si lo que une todo es el Evangelio”. Pregunto a Stefano si considera esta obra evangelización o si no es un compromiso absorbido completamente por las emergencias sociales.
La respuesta es una historia que impresiona. “El año pasado, con el Hermano Enrico y algunos animadores de Brianza (ciudad cerca de los Alpes) entramos en el campamento de nómadas de Masseria del Pozzo, en Giuliano. El sol de julio picaba; niños por todas partes, algunos desnudos y abandonados a sí mismos: al vernos, en un momento todos estaban jugando con nosotros. Antes de irnos, Jennifer me llevó a su barraca, en medio del campamento; los olores y el espectáculo daban náuseas”.
“En aquel momento – continúa Stefano – vi por el suelo un viejo Evangelio, que quién sabe cómo había terminado en medio de un suelo de cascotes y desperdicios. Sucio, medio quemado. ¿Dónde estás, Dios? La respuesta estaba delante de mí. Evangelizar es así: creemos llegar los primeros y el Señor nos demuestra que nos ha precedido”. Stefano recogió el evangelio perdido: ahora está en el décimo piso del edificio de Scampia, en la capilla doméstica de los Hermanos de las Escuelas Cristianas. La pastoral juvenil, no solo en Nápoles, se hace así: en un aula de escuela, en un campo de futbol, en un grupo de catequesis, por la calle, dando responsabilidades a un adolescente, llevando a jóvenes animosos a una gran zona de periferia, ofreciendo cinco euros a Daniel, gitano de doce años, por una tarde en oratorio, preferible a unas horas mendigando limosnas para la familia.
«Los jóvenes con los que entro en contacto no buscan la Iglesia, más bien se han alejado a menudo de ella. Buscan, sin embargo, testimonios creíbles de la Iglesia, hombres y mujeres que tratan de encarnar lo que dice la Iglesia. Creen en una vida evangélica que se gasta por los otros. Se acercan a Jesús por caminos que no conocemos bien aún: prefieren una relación más inmediata, afectiva, es como si Dios entrara más a través de su corazón que por su mente”. Habiendo crecido en los mismos años y en la misma escuela que Stefano, trato de entender el salto de calidad en la vida de fe que le han pedido las circunstancias.
“No debemos tener miedo de relativizar nuestras certezas y ponernos en camino al lado de jóvenes tan distintos de los que fuimos nosotros, para abrirnos al rostro de un Dios misericordioso. Nuestro Dios se conmueve: esto hace que se derrumben muchas teorías pastorales, litúrgicas, teológicas demasiado rígidas. No las liquida, las reabre. Del cardenal Martini recuerdo sobre todo el primado que daba a la Palabra, el ejercicio de leerla, masticarla y saborearla. Fue una etapa importante en mi crecimiento humano y espiritual. Hoy, sin embargo, veo también los límites: debo cultivar más la dimensión afectiva, el salto hacia la contemplación, no tanto el reflexionar mucho, sino el saborear internamente. Nápoles y la cultura mediterránea, en particular los jóvenes, me han llevado así hacia un Dios más grande que cualquier esquema mental, a desear ser comunidad de profetas y místicos”.