A propósito del XXIII Capítulo General

“Vieron aparecer unas lenguas, como de fuego, que se dividían,
posándose encima de cada uno de ellos.
Se llenaron todos de Espíritu Santo
y empezaron a hablar en otras lenguas.”
(Hch. 2,3-4)
A los educadores de la Provincia Marista Mediterránea
Cuando hago memoria de lo vivido al inicio del XXIII Capítulo General, me surge de dentro algo que he experimentado muchas veces en mi vida: el reto de enfrentarse a una página en blanco. Y no es un sentimiento fácil, sino más bien incómodo y desconcertante. Cada vez que uno empieza a escribir aparece una especie de parálisis creativa, conocida como el síndrome de la página en blanco o bloqueo del escritor, que a menudo paraliza el proceso creativo. Esto es lo que sentí al inicio del Capítulo. Comencé la experiencia, quizás deliberadamente, sin destino definido y dispuesto a dejarme llevar y llenar. La comisión preparatoria, en el trabajo previo, ya había subrayado la idea de que el Capítulo General, más que un acontecimiento, es un sacramento del camino, un espacio sagrado de escucha donde el discernimiento se convierte en epifanía del Espíritu. Y la sinodalidad – insistieron- no es solo un método, sino un modo de ser Iglesia.
La celebración de invocación al Espíritu Santo marcó el inicio y nos exhortó a escuchar al auténtico protagonista del camino que comenzábamos a recorrer. “Al cumplirse el día de Pentecostés, estaban todos juntos en el mismo lugar”, cuenta el capítulo 2 de los Hechos de los Apóstoles. Cada cual llevaba a sus espaldas la propia historia personal marcada por la experiencia de la Pascua y por los deseos de construir una comunidad viva, pero también por sus propios miedos y fantasmas. Exactamente igual que los capitulares reunidos en Tagaytay, procedentes de muchos paises y culturas diferentes.
Algo pasó en aquella sala de Pentecostés. Unas lenguas como de fuego se posaron sobre cada uno de los seguidores de Jesús y, al salir, todos los que lo vieron quedaron estupefactos y desconcertados. Desde el Espíritu surge el don, la capacidad de comunicar en lenguas diversas algo vital e importante que llena de esperanza y, a la vez, incomoda y sorprende.
Algo pasó también en Tagaytay. Después de un mes de compartir nuestra vocación marista surgía el deseo de volver a casa, abrir las ventanas y comprometerse apasionadamente en la tarea de ser constructores del Reino en el mundo en que nos toca vivir, constructores de comunión y fraternidad, de una espiritualidad viva capaz de saciar la sed de los hombres y mujeres de nuestro tiempo, de una cultura vocacional que orienta a los jóvenes desde la esperanza y de un liderazgo entendido como servicio. En un mundo turbulento y polarizado, el Capítulo General invita a todos los que nos sentimos maristas a ser constructivos, a evocar una vez más el icono de Marcelino y los primeros hermanos construyendo el Hermitage.
Volver a casa

La espiritualidad comienza siempre por un camino de vuelta a casa, a nuestra esencia, a lo que nos hace vivir y vibrar. Volver a nuestros orígenes maristas es como acudir al pozo de Jacob, donde Jesús se encontró con la samaritana y le ofreció el agua viva capaz de saciar la sed más profunda y existencial del ser humano.
En torno a esta idea de volver a casa giró toda una semana de reflexión del Capitulo General. Nos reconocimos como los herederos de una espiritualidad que fluye, como un río de vida, a lo largo de la historia marista. Nos sentimos llamados a construir una espiritualidad viva y transformadora, centrada en Jesucristo. Y así surgió el deseo de crecer en una espiritualidad del corazón que no pone el énfasis en las practicas externas y que responde a la sed de Dios que sienten los jóvenes de nuestro tiempo.
Abriendo ventanas

Cuando en 1959 el Papa Juan XXIII explicaba su intención de convocar un concilio, decía: “Abramos las ventanas de la Iglesia. Quiero abrir ampliamente las ventanas de la Iglesia, con la finalidad de que podamos ver lo que pasa al exterior, y que el mundo pueda ver lo que pasa al interior de la Iglesia». Con esta bella metáfora el Papa bueno se refería a la necesidad de que la Iglesia se actualice y dialogue con el mundo para poder responder a los cambios sociales y culturales.
“Hogar para todos, río de vida” es el lema de nuestro Capítulo. Y el logo representa la ventana de la habitación del padre Champagnat, abierta al río Gier y a los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias (GS,1) de los niños y jóvenes de su tiempo. El Capítulo General ha sido un ejercicio constante de apertura y escucha al mundo, a la realidad de la Iglesia y del Instituto marista. Todo lo que sucede a nuestro alrededor nos importa y nada nos es ajeno. Hemos estado atentos a las situaciones y acontecimientos del mundo, hemos compartido la realidad marista en los distintos paises, hemos escuchado a jóvenes y movimientos de Iglesia en la diócesis de Imus (Filipinas).
Y con la escucha atenta acaba de perfilarse la misión. Marcelino definió la misión marista de una forma clara e inequívoca: “Dar a conocer a Jesucristo y hacerlo amar”. Esa es la esencia. No hay más. El Capítulo lo desarrolla de esta manera: “Dios nos llama hoy a ser Buena Noticia para los niños y jóvenes de nuestro mundo, especialmente para los más pobres y vulnerables. Vivir esta MISIÓN con audacia y esperanza nos compromete a ser corazones que acogen, manos que cuidan y mentes que crean, desarrollando una educación integral y transformadora.”
San Marcelino, constructor

Marcelino cortó la roca y preparó el mortero tradicional que, en aquella época, se hacía con cal, arena y agua. Lideró el trabajo con la ayuda de los hermanos y de algunos albañiles profesionales. Construir el Hermitage fue algo mucho más profundo que el hecho de hacer una casa. Al levantar esos muros, lo que realmente construyó fue un hogar de hermanos, una familia que pronto comprendió su misión de dar esperanza a los niños y jóvenes del mundo rural. Por eso, desde el principio, el Hermitage fue más que un edificio. Ante los ojos del campesino de la rivera del Gier era más bien una visión de futuro, una parábola pedagógica y sencilla que hacía visible el Evangelio de Jesús.
Este es el mensaje central del XXIII Capítulo General: ubicarnos en el mundo de hoy como constructores, como profetas de comunión con la fraternidad como única bandera. Ante un mundo polarizado y a menudo perdido, seamos nosotros los que construyen, los que trabajan siempre unidos por un mundo mejor para todos, los que ofrecen fraternidad y Evangelio como el mortero óptimo para unificarlo todo y contribuir al nacimiento de una gran familia humana.
Terminó el Capítulo. En el viaje de vuelta tuve ocasión de leer la Exhortación Apostólica Dilexi Te, que se acababa de publicar. Y me sentí reconfortado, como si se tratara de una continuación del discernimiento al que habíamos dedicado un mes de nuestras vidas en Tagaytay:
“El amor cristiano supera cualquier barrera, acerca a los lejanos, reúne a los extraños, familiariza a los enemigos, atraviesa abismos humanamente insuperables, penetra en los rincones más ocultos de la sociedad. Por su naturaleza, el amor cristiano es profético, hace milagros, no tiene límites: es para lo imposible. El amor es ante todo un modo de concebir la vida, un modo de vivirla. Pues bien, una Iglesia que no pone límites al amor, que no conoce enemigos a los que combatir, sino sólo hombres y mujeres a los que amar, es la Iglesia que el mundo necesita hoy.” (Dilexi Te, 120)
La espiritualidad marista, como un río de vida, sigue navegando en nuestros días. El Espíritu sigue soplando y regalando lenguas de fuego que anuncian la Buena Noticia en el siglo XXI e invitan a ser, como Marcelino, constructores de un mundo nuevo. ¡Manos a la obra!
H. Aureliano García Manzanal
En Alicante, a 17 de noviembre del 2025
